La Casa Submarina 
    Extraído del libro "El mar
    viviente" 
    escrito por Jacques Ives Cousteau 
    traducido por Antonio Ribera Jordá 
    Editorial Éxito, 1964
    
     
    
     l Calypso volvía a trabajar al pie de un
    acantilado de caliza blanca, yermo y desértico y perteneciente a una isla próxima a
    Marsella, llamada esta vez Pomègues y que no está muy lejos del castillo de If, donde
    estuvo prisionero el legendario hombre de la Máscara de Hierro. En una cala angosta y
    poco frecuentada, el Calypso y el Espadon se hallaban situados a ambos lados de una
    mahone... un enorme pontón, cargado de hombres atareados y equipo. Estas embarcaciones se
    encontraban rodeadas de boyas esféricas, botes de caucho, cables de amarre y un
    helicóptero que volaba a baja altura. En tierra, en el interior de una casa en ruinas y
    sin ventanas, adornada temporalmente por ganglios de cables de energía y comunicación,
    yo estaba sentado detrás de unas cortinas negras, siguiendo la operación por
    televisión. La escena parecía una cabeza de playa durante unos ejercicios militares
    anfibios. Pero nada se encontraba más lejos de nuestras mentes que la guerra.
    Intentábamos acostumbrar a los hombres a vivir en el fondo del mar.  
     
    Bajo las embarcaciones se encontraba la estación número 1 para la plataforma
    continental, en la que confiábamos hacer permanecer a Albert Falco y Claude Wesly durante
    siete días seguidos, trabajando cinco horas diarias en aguas libres. Eran los primeros
    hombres que ocuparían la plataforma continental durante un período de tiempo
    relativamente largo y sin emerger. EL experimento era más logístico que fisiológico.
    Habíamos depositado nuestra confianza en los cálculos especiales efectuados por Albert
    Alinat para una semana de inmersión con escafandra autónoma utilizando una campana de
    aire como refugio. La operación "casa subterránea" se efectuaba en un cilindro
    morada-taller de cinco metros de largo por dos y medio de diámetro, anclado a diez metros
    de profundidad sobre un fondo de doce metros. Esta mansión submarina, situada "a
    medio camino", permitiría que los buceadores trabajasen en aguas libres, a
    veinticinco metros de profundidad. Falco bautizó a la instalación con el nombre de
    Diógenes, en honor del filósofo griego que vivía en un tonel.  
     
    En la parte inferior de la cámara había una escotilla abierta en comunicación constante
    con el mar. La presión interior impedía que las aguas ascendiesen por la chimenea de
    entrada. Los pioneros de la plataforma continental vivirían sometidos a una presión
    constante, en el agua y en el aire, de dos atmósferas. Atravesando su puerta líquida,
    podrían entrar y salir para realizar tareas que serían un anticipo de lo que harán los
    obreros y técnicos que habitarán en las casas submarinas del mañana.  
     
    La idea es antigua. Ya fue prevista en el siglo XVII por el obispo inglés John Wilkins.
    En el siglo XIX, Simon Lake hizo funcionar submarinos de ruedas provistos de escotillas en
    comunicación con el agua. En el siglo actual, Sir Robert H. Davis concibió moradas
    submarinas, perfeccionadas luego por el comandante George F. Bond, de la Armada de los
    Estados Unidos, en cuyos planes nos hemos inspirado. Edwin A. Link ha efectuado pruebas de
    un vehículo de enlace para estaciones continentales profundas. Nuestro grupo de
    investigación, el O. F. R. S., ha tenido el privilegio de organizar la prueba piloto en
    Pomègues.  
     
    Los propios Falco y Wesly inspeccionaron la construcción de la cámara submarina que
    emplearían. EL ingeniero electricista Henri Chignard y los hombres del O. F. R. S. no
    regatearon esfuerzos para conferir seguridad al habitáculo. Todos los sistemas contaban
    con un duplicado como mínimo: los compresores que insuflaban una atmósfera a doble
    presión, dos tomavistas de televisión que nos permitían vigilar a los dos hombres
    durante las veinticuatro horas del día, un generador de reserva, líneas telefónicas y
    un par de cámaras de recompresión individuales dentro del alojamiento submarino. Todas
    las líneas de energía y aire estaban conectadas a Diógenes desde la estación de sierra
    por si un temporal obligaba a alejarse a los buques auxiliares.  
     
     Falco y Wesly penetraron en la casa
    submarina a las 12 horas 20 minutos del 14 de septiembre de 1962. Antes de descender por
    la escalerilla de buceo, Falco, que es soltero, se despidió de su madre y hermana y Wesly
    abrazó a su esposa y su hijita. En la cámara de la televisión, convenientemente
    oscurecida, les vimos acomodarse en su alojamiento. Sabríamos todo cuanto les ocurriese
    de forma casi instantánea. Oiríamos todos los ruidos y conversaciones. Dos veces al día
    recibirían la visita de dos médicos del O. F. R. S., los doctores Xavier Fructus y
    Jacques Chouteau, que los reconocerían a fondo, efectuando incluso electrocardiogramas y
    análisis de sangre.  
     
    Durante la primera tarde, bajé nadando a la casa submarina para encontrar a sus moradores
    de un humor excelente. El agua que los rodeaba por todas partes los llenaba de entusiasmo,
    lo mismo que la facilidad con que podían penetrar en ella, los prolongados períodos que
    podían pasar en el exterior sin tener que preocuparse por las tablas de descompresión, y
    por las comodidades que les ofrecía su alojamiento. Disponían de un televisor conectado
    con la red nacional de TV, una radio, una biblioteca e incluso una pintura abstracta de
    Laban. Un tubo plástico unido al Espadon les permitía tomar duchas de agua fría o
    caliente. Michel Guilbert, cocinero del susodicho barco, les preparaba los platos
    predilectos, enviándoselos dentro de ollas a presión. Pero, además, había un fogoncito
    eléctrico en el cilindro, para calentar de nuevo la comida o para cocinar, si por
    cualquier cause no pudiesen recibir comida del exterior. En la superficie, sobre sus
    cabezas, sesenta hombres velaban por ellos. El buceador suplente Raymond Kientzy dirigía
    un equipo de quince "plongeurs" destinado a atender las necesidades de la pareja
    sumergida.  
     
    Su euforia era evidente en la pantalla de la televisión: Falco y Wesly se daban cuenta de
    que los observábamos y tenían deseos de complacernos. Sonreían mirando a la cámara y
    tocaban dúos de armónica. En el primer reconocimiento médico, los facultativos los
    encontraron en una forma soberbia. Aquellos reconocimientos, que duraban dos horas y media
    diarias, les quitaban tiempo para bucear; los dos hombres hubieran deseado pasar más
    horas de libertad en el exterior. La primera noche durmieron con sueño apacible y sin
    pesadillas y se despertaron llenos de actividad y energía, afanándose en lavarse y
    desayunar antes de que llegasen los médicos.  
     
    Wesly, con sus treinta años, tenía cinco menos que Falco y empezó a bucear más tarde
    que éste, pues antes había sido instructor de esquí y navegación a vela. Admira a
    Falco más que a ningún otro miembro de nuestro equipo y se sintió muy orgulloso de que
    lo hubiesen elegido para acompañarlo a la casa submarina. Wesly, seguro de que nada puede
    sucederle en compañía de Falco, se esfuerza siempre en trazar las cosas mejor que nadie.
    Participó en la prueba convencido de que realizaba una gran misión.  
     
    Falco posee una personalidad llena de contrastes: si bien es uno de los hombres más
    valientes que he conocido, no posee la menor jactancia ni fanfarronería. En las empresas
    físicas, Falco cumple el ideal olímpico, pues pone todo su corazón y su destreza en la
    prueba, sin perder su entereza si llega el último. Le conferí la dirección tácita
    porque trace las cosas bien, con calma y de manera juiciosa. Si las condiciones de vida se
    hiciesen insoportables, Falco no permitiría que el orgullo le impidiese adoptar la
    decisión de suspender la prueba.  
     
    No existen precedentes médicos de lo que será la vida en una estación situada en la
    plataforma continental. Se han estudiado minuciosamente las reacciones de los tripulantes
    de submarinos, pero no son lo mismo. El submarinista no se adapta al mar, sino que lo
    contiene con ciegas planchas de acero. Su moral está compuesta parcialmente de recuerdos
    nostálgicos de la vida en tierra... muchachas, tocadiscos, películas. EL submarinista es
    un recluso, que no puede ver el mundo que le rodea como no sea por un periscopio. En
    cambio, nuestros hombres vivían en aguas libres a una presión anormal, doble de la que
    reina en el interior de un submarino. El Diógenes era como una enorme escafandra
    autónoma a cuyo interior Falco y Wesly se retiraban en busca de calor y alimento, para
    dormir y asearse. Era como una burbuja de aire que las arañas acuáticas hacen descender
    consigo, para respirar mientras ejecutan sus actividades bajo el agua. Para nuestros
    hombres eran más importantes las cinco horas que pasaban fuera del cilindro todos los
    días, que las restantes diecinueve, en que permanecían encerrados en él.  
     
    La segunda noche, Pierre Goupil, nuestro cámara cinematográfico, bajó con diez
    ayudantes para unas tomas nocturnas de los hombres que vivían en la casa submarina. Desde
    el Calypso pude ver a través de las aguas claras el enorme cilindro amarillo bañado por
    la luz de los redactores. Las burbujas de aire viciado que salían del Diógenes rasgaban
    los focos submarinos. Todos los reflectores colocados alrededor de la zona por los
    ayudantes de Goupil se encendieron y el cámara hizo señales con su lámpara, para
    colocar en posición a sus ayudantes, antes de proceder a las tomas de Falco y Wesly. Se
    produjo un nuevo centelleo cuando se encendieron las luces que en dos hileras paralelas
    iban desde el Diógenes, colocado bajo la popa del Calypso, hacia la pendiente que
    conducía a la boca de la ensenada. Resolví descender para echar un vistazo.  
     
    Me puse un negro traje isotérmico, con las uniones tapadas por cinta adhesiva amarilla y
    me cubrí con la caperuza igualmente negra, que confiere aspecto de Gran Inquisidor al que
    se la endosa. Ajusté los atalajes de una escafandra cuatribotella para que no bailase
    sobre mi espalda y molestase mis movimientos, comprobé si el regulador daba aire con
    facilidad, escogí un par de cómodas aletas y me puse en el cinto las pastillas de plomo
    necesarias para gozar de una perfecta flotabilidad negativa. Me di cuenta de que alguien
    me ayudaba a preparar el equipo: un sujeto entrecano que no pronunciaba palabra. Con el
    mayor tacto, Henri Plé me recordaba que ambos teníamos la misma edad. Sentí un
    estremecimiento. Desde luego, me llamaban "el Pachá'' (título cariñoso dado en la
    Marina francesa, militar y civil, al capitán de un buque, que acostumbra ser el más
    viejo), pero hasta aquel momento yo nunca había pedido que me ayudasen antes de una
    inmersión, ni nadie lo había hecho.  
     
    El agua me produjo un escalofrío suplementario, mientras permanecía de pie en la
    escalerilla, enjuagando la máscara y adaptándomela al rostro. Allá abajo, formulada en
    luces cabalísticas, estaba la primera ocupación humana de la plataforma continental, que
    yo anhelaba desde hacía años.  
     
    Me sumergí. En la extensión iluminada donde se realizaba el experimento, se cernían los
    hombres de Goupil como sombras, concentrando sus focos en Falco y Wesly, que nadaban
    juntos por el rutilante bulevar. Las luces habían sido instaladas aquel mismo día y el
    lugar recibió el nombre de Avenida de las Holoturias. La pareja de buceadores se movía
    de forma suave y lánguida, que ocultaba una gran energía muscular disciplinada, una
    respiración reducida al mínimo para ahorrar aire y unos reflejos adiestrados y creados
    durante miles de incursiones en el fondo del mar. Los golpes de sus aletas de caucho no
    denotaban ningún esfuerzo, como si sus "pies de pato" fuesen sendas
    prolongaciones naturales de las piernas. Llevaban guantes de goma azul pálido para
    distinguirse de los demás. Falco es el mejor de todos nosotros, el primer hombre-pez. A1
    ver el ritmo y la majestad de su avance, yo me sentí torpe e inhábil.  
     
    No parecían hombres condenados a vivir en aquel lugar, aunque si se aventurasen por
    encima de la cape invisible de las dos atmósferas, quizá sufrirían una grave embolia
    gaseosa, de consecuencias que podrían ser fatales. No podían ascender a la superficie,
    pero, en cambio, como entonces hacían, podían descender con toda seguridad a veinticinco
    metros. Ambos permanecían pegados al fondo, que les infundía vida.  
     
    Bajaron nadando por la Avenida de las Holoturias, cruzando extensiones arenosas, campos de
    posidonias y soñolientas ascidias, en dirección a la mar libre, que estaba más allá de
    la zona iluminada. Goupil hizo una seña a sus ayudantes y todas las luces se apagaron. La
    secuencia había terminado; los hijos de la tierra tenían que volver a su morada. Como yo
    consumo menos aire comprimido que la mayoría de los buceadores, pude hacerme un poco el
    remolón cuando el equipo cinematográfico hubo emergido. Lo único que podía ver en las
    tinieblas eran las dos varitas luminosas de Falco y Wesly que éstos agitaban,
    dedicándose a hipnotizar peces con ellas y acariciándolos después con sus guantes
    azules. Se detuvieron para tocar una sepia, sin imaginarse que yo los estaba observando.
    De pronto les di a conocer mi presencia, al penetrar en el haz luminoso de una de sus
    lámparas. La luz se apartó de mi cuerpo y ellos prosiguieron su camino, como si yo no
    existiese.  
     
    Quedé olvidado en la noche, sumido en mis pensamientos. El principal objetivo de mi vida
    había consistido en liberar al hombre de los vínculos que lo retenían en la superficie,
    permitiéndole escapar a sus límites naturales, respirar en un medio irrespirable y
    resistir presiones cada vez mayores. Y no solamente colocar al hombre en aquel ambiente
    nuevo sino adaptarlo a él, enseñándole a explorarlo, a subsistir, a sobrevivir y a
    estudiar lo que le rodeaba. A la sazón el hombre empezaba a vivir en el mar, del mar y
    para el mar en las personas de aquellos dos posesos que hacían caso omiso de mi
    presencia. Experimenté una punzada de envidia. Una nueva especie de hombre empezaba a
    surgir y yo no pertenecería a ella. Lleno de tristeza, regresé al pontón.  
     
    A la mañana del tercer día los dos hombres se despertaron simultáneamente y, sin
    cambiar palabra, se desayunaron. Tuvo que transcurrir media hora antes de que se
    decidiesen a hablar y entonces se pusieron a cantar espontáneamente. A su regreso de su
    visita matinal, los médicos nos informaron de que habían observado una señalada
    reducción en el espíritu jubiloso de los dos primeros días. Falco y Wesly partieron a
    sus tareas matinales con cara sombría y movimientos distraídos, sin mirar esta vez a la
    cámara. Los buceadores que les llevaron el almuerzo les comunicaron que estaba lloviendo.
    Los dos moradores de la casa subterránea no hicieron ningún comentario, aunque sabían
    que la lluvia iría seguida inevitablemente por el mistral, que acaso obligaría a levar
    anclas a las embarcaciones de cobertura. Reforzamos las amarras de tierra. Cesó de llover
    y se levantó viento. Fuera de la cala, el mar empezó a cubrirse de blancas crestas de
    espuma. No obstante, la cala estaba protegida y los barcos podían mantenerse en ella,
    aunque se balanceaban y chocaban contra sus defensas. En medio de toda esta agitación, la
    casa submarina no se movía. La precisión y obediencia con que Falco y Wesly contestaban
    a nuestras llamadas telefónicas nos produjeron sorpresa: por primera vez, ninguno de los
    dos preguntaba por su familia. Hasta que el experimento terminó no supimos la verdadera
    historia de lo que ocurrió aquel día dentro del cilindro. En el diario de Falco estaba
    anotado lo siguiente:  
     
    "Me siento pequeño. Tengo que tomármelo con calma o de lo contrario no conseguiré
    acabar la prueba. Tengo miedo de no poder resistir. El trabajo en el agua se hace
    terriblemente difícil. Todo es dificilísimo". En cambio, el diario de Wesly para el
    mismo día no mencionaba ningún problema y tenía el tono seguro y confiado propio de los
    informes de un cosmonauta soviético. Pero los médicos encontraron que Wesly acusaba un
    mayor stress físico que Falco.  
     
    Las tardes eran una pesadilla para ellos y pensé que les alegraría recibir la visita de
    Paul Brèmond, viejo amigo de Falco, quien bajó a cenar al Diógenes. El expansivo
    Brèmond tuvo que aguantar una cena sombría y en la que los comensales hablaban en
    monosílabos. Por más esfuerzos que hizo, no consiguió animar la conversación. Mientras
    tomaban el café, Wesly mostró un destello de su acostumbrada socarronería. Con
    semblante inexpresivo, dijo:  
     
    - Tendríamos que declararnos en huelga. Derribemos a los que mandan arriba. No pueden
    hacer nada sin nosotros.  
     
    Los que observaban la escena por la televisión se echaron a reír. Wesly sabía muy bien
    que le estábamos escuchando. Pero no estábamos muy seguros de que hablase en broma.
    Terminó con esta observación:  
     
    - Pero la huelga sería un fracaso. Nuestros patronos de allá arriba nos dejarían
    sin aire.  
     
    El vigilante nocturno lo vio acostarse a las 23 horas para quedarse inmediatamente
    dormido. Dos horas después, Falco apartó las mantas y empezó a dar vueltas en la cama.
    A medianoche, se levantó y fue a mirar la superficie del agua por el tubo de entrada.
    Comprobó la presión interna del aire y el higrómetro, destinado a medir la humedad
    ambiente. Comprobó también la lámpara de seguridad, bebió un vaso de agua y se volvió
    a la cama. Falco escribió en su diario lo que le iba por dentro aquella tercera noche:  
     
    "Hace años que no sueño, pero he recuperado el tiempo perdido con una pesadilla que
    no olvidaré fácilmente. Opresión, ahogo, angustia y pánico. Una mano me estrangula.
    Debo escapar. Debo volver a la superficie. Me levanto para ir a mirar el agujero. Todo es
    normal. Claude duerme continuamente. Vuelvo a mi litera, pero no puedo dormir. Me siento
    completamente solo, aislado y atrapado. Estamos sentenciados a permanecer una semana bajo
    el agua. No tenemos la libertad de emerger. Sólo podremos librarnos del nitrógeno con
    ayuda de los de arriba. Tengo miedo, un miedo irracional. Para calmarme, pienso en mis
    camaradas de arriba. Han adoptado todas las precauciones posibles. En este mismo momento
    me observan. Pero no puedo calmarme. Me obsesiona una idea ridícula... ¿Qué ocurriría
    si la presión del aire disminuyese y entrase el agua? ¿Entraría muy deprisa? Como es
    natural, siempre quedaría suficiente aire comprimido en lo alto de la cámara y
    tendríamos tiempo de ponernos botellas y salir. Pero, ¿y entonces? No podríamos ir
    directamente a la superficie. Tendríamos que quedarnos abajo, hasta que ellos encontrasen
    algún medio de descomprimirnos.  
     
    "El ruido que produce el aire al escapar al nivel del agua es infernal, mucho mayor
    que durante el día. Es un borboteo incesante, como el que produciría una caldera
    gigantesca. O como el rumor de los guijarros agitados por el temporal en una playa
    pedregosa. No consigo conciliar el sueño. Claude duerme a pierna suelta, inconsciente por
    completo de mis preocupaciones."  
     
    ¿Era verdaderamente Albert Falco quien así hablaba? ¿Falco, el imperturbable, el que
    daba sopapos a los tiburones, el piloto de las profundidades? Había algo completamente
    distinto entre vivir en aquella cámara submarina a una presión de dos atmósferas y
    navegar a presión atmosférica normal en el platillo buceador, completamente estanco...
    en el primer caso el agua estaba cerca, era real y omnipresente. El hecho de que, por
    primera vez en su vida, Falco fuese presa de pesadillas, sintiese ansiedad, temiese el
    peligro y ni siquiera nos lo insinuase, sirve para calibrar el valor de aquellos hombres,
    que se enfrentaban con cien horas más de permanencia en el seno del mar.  
     
    A1 principiar el cuarto día, Falco casi había alcanzado el límite. Cuando uno de los
    ayudantes le bajó el desayuno, Falco se quejó por primera vez. Hasta entonces no le
    habíamos oído quejarse nunca.  
     
    -¡Las galletas están rotas!- gritó.  
     
    No nos hubiera sorprendido más si hubiese golpeado en la mandíbula al buceador de
    enlace. Guilbert, herido en su honrilla profesional, buceó hasta el Diógenes para
    presentar sus excusas a Falco. Las facciones tensas de Falco se contrajeron en una leve
    sonrisa cuando pidió, a su vez, al cocinero que le perdonase su mal genio.  
     
     Aquella mañana, los médicos sometieron a
    ambos buceadores a diversos tests psicotécnicos. Sentados ante una mesa metálica frente
    a Diógenes, Falco y Wesly trataron de ordenar diversos cubos con dibujos para imitar el
    modelo que Chouteau sostenía. Los facultativos comunicaron que efectuaron la prueba muy
    bien. Yo bajé a hacerles una breve visita y les dije que habíamos decidido suprimir la
    visita médica de las tardes, lo cual produjo gran alivio en ambos "conejillos de
    Indias". Regresé al pontón, convencido de que su moral volvía a levantarse.  
     
    La radio de la casa submarina ya no transmitía música ligera. La biblioteca de novelas
    policiacas permanecía intacta. Durante los primeros días, se dedicaron a ver programas
    comerciales de la TV. Pero a la sazón bostezaban viendo un espectáculo arrevistado con
    lindas coristas y cerraban el aparato a la mitad del boletín de noticias. Wesly
    telefoneó:  
     
    ¿No podrían enviarnos un tocadiscos con música clásica?  
     
    Cuando se lo entregaron, ya no oímos más que sinfonías y música de cámara durante el
    resto de su estancia. El fiel Guilbert ya no podía tentarlos con sabrosísimas salsas y
    obras maestras de la repostería; ellos pedían bistecs, frutas y verduras... alimentos
    bajos en calorías.  
     
    La pérdida en calorías que les provocaba la inmersión estaba contrarrestada por los
    alicientes que les ofrecía su morada. En su interior manteníamos una temperatura de 22 a
    26 grados centígrados merced a la calefacción por rayos infrarrojos y evitábamos la
    formación de humedad mediante un revestimiento interior de espuma de goma. El piso del
    extremo del cilindro destinado a taller era de metal y recogía la condensación. Los
    hombres no sentían frío. En su morada llevaban botas forradas de fieltro, pullovers de
    lana y gorros rojos de punto... el gorro tradicional de los buzos clásicos.  
     
    Habían recibido demasiadas visitas de la superficie. Antes de comenzar el experimento
    decretamos que sólo permitiríamos la entrada en el cilindro a los que atendiesen de
    algún modo a Falco y Wesly. Acordonamos la cala para evitar la entrada en ella de
    buceadores y barcas y únicamente permitimos hacer fotografías a Goupil y su equipo y a
    Jean Lattès, el primero para la cinematografía y el segundo para las fotos fijas. Aparte
    de los citados, los médicos y los buceadores encargados de llevar algo a los confinados
    eran los únicos en bajar. Pese a todo, en el diario de Falco puede leerse:  
     
    "Estamos en una casa electrónica. Basta con pulsar un botón para obtener una
    respuesta inmediata. Tenemos sesenta brazos y sesenta piernas. Esto es maravilloso, pero
    son demasiadas extremidades. Continuamente entra gente en el cilindro, para marearnos con
    su cháchara. Pronto nos cansamos de hablar. Debemos tener paciencia. Sé que nuestros
    visitantes hacen todo cuanto pueden por nuestro bienestar y, en su lugar, yo haría lo
    mismo, pero estamos hartos de tantas entradas y salidas, de tantas idas y vueltas. A
    veces, tengo que hacer un verdadero esfuerzo para dominarme y no explotar. Pero si me
    dejan descansar durante diez minutossólo diez minutosya me encuentro mejor.
    En la próxima casa submarina que construyamos tendrá que haber al menos dos
    habitaciones... una para poder aislarnos cuando lo deseemos. También habrá que imponer
    disciplina telefónica. Nos telefonean constantemente desde la isla y los barcos, a menudo
    para cosas sin importancia. Este primer experimento es demasiado mecanizado. Veo el
    próximo de una forma distinta. Deberían darnos grandes botellas de aire comprimido y
    decirnos: "Tenéis peces a vuestro alrededor. Manteneos con ellos. Si necesitáis
    algo llamadnos, que nosotros sólo os llamaremos para cosas de vital importancia."  
     
    Kientzy limitó los descensos de enlace a un mínimo. Falco pudo escribir entonces:
    "Ahora todo está más tranquilo. El Pachá ha adoptado medidas para que nos dejen
    descansar. Empiezo a temer que la vida en el fondo del mar y a profundidades mayores será
    posible, incluso por largos períodos. Pero, ¿qué ocurrirá si uno se olvida por
    completo de la tierra? A1 pensar en ello me doy cuenta de que no me importa en absoluto lo
    que pueda ocurrir allá arriba; ésta es la verdad. Claude siente lo mismo. A todos nos
    gobierna el mismo reloj. Así lo compruebo cuando ellos me dicen la hora que es, pero cada
    vez me importa menos. Aquí abajo todo transcurre muy deprisa, el tiempo ha perdido su
    utilidad. Si me dijesen que descendimos ayer y aún nos quedan seis días de permanencia,
    no me importaría absolutamente nada.  
     
    "Llamada telefónica del Pachá. Se ha enterado del susto que nos llevamos ayer. Por
    distracción alguien envió a Claude un cuatribotella medio cargado. Nos encontrábamos a
    varias docenas de metros del cilindro, a unos dieciocho metros de profundidad, en medio de
    una nube de camarones, dedicados a la tarea de meterlos a golpecitos entre los tentáculos
    de las actinias Cerianthus, que se cerraban sobre los crustáceos. De pronto Claude me
    indicó que no tenía aire. Yo le pasé mi boquilla. é1 hizo una aspiración y emprendió
    el camino de regreso a la casa. Yo me fui con él y ambos nadamos pasándonos mi boquilla.
    Recorrió los últimos dieciocho metros sin tomar aliento, tan deprisa que yo no podía
    seguirle. No nos dominó el pánico, pero el Pachá opina que necesitamos disponer de un
    sistema de socorro, en previsión de que esto vuelva a ocurrir. Así, nos enviará una
    serie de barricas vacías con un peso para fondearlas. Las distribuiremos en posición
    invertida por toda la zona y luego las llenaremos de aire comprimido mediante un tubo
    conectado con la superficie. Si volviésemos a quedarnos sin aire, podríamos meter la
    cabeza en una barrica y regresar al cilindro saltando de barrica en barrica. En las
    futuras estaciones de la plataforma continental, cuando hayan partido la mayoría de
    buques de escolta, la presencia de estas barricas resultará tranquilizadora."  
     
    "Cada vez estamos más familiarizados con el agua. Me siento muy feliz cuando estoy a
    solas con Claude. Los miembros del equipo de superficie, con sus cámaras fotográficas,
    remueven el fango y enturbian el agua. Nunca me ha gustado dejar señales de mi paso. Me
    estropean el escenario. Es la primera vez, en veinte años de inmersión, que tengo
    verdaderamente tiempo de ver. Por ejemplo, las posidonias abrigan una vida muy intensa,
    especialmente de noche, cuando abundan en ellas los caballitos de mar, las actinias
    abiertas, los camarones y los peces entregados al desove. Hemos presenciado el nacimiento
    de centenares de alevines. Y hay peces que nos acompañan, siempre los mismos."  
     
    A la mañana siguiente, los dos hombres salieron al agua para construir un corral para
    peces con viguetas angulares unidas mediante pernos, sobre las cuales tendieron una red.
    Los médicos los encontraron en buena forma, pero Wesly se quejaba de un agudo dolor de
    muelas. Es tan popular el buceo en Marsella que antes de dos horas ya tenía a un húmedo
    dentista a su lado.  
     
    Los conceptos de "dentro" y "fuera" iban perdiendo importancia. Falco
    y Wesly pasaban del aire al agua y viceversa con total despreocupación, como si el
    antagonismo entre los dos elementos rivales hubiese desaparecido. Eran los portadores de
    una noticia maravillosa: la de que pronto iba a nacer una nueva especie de hombre... el
    Homo acuaticus, cuyos descendientes poblarían el espacio interior, y que, yendo más
    allá de las ciencias más exactas, infundirían nueva vida en los antiguos sueños
    neptunianos y en el mito de Glauco (pescador mitológico que, tras de comer unas hierbas
    mágicas, se convirtió en hombre-pez para siempre).  
     
    Nuestros amigos se duchaban ante la cámara de la TV, sin tratar de ocultarse ya como
    púdicas colegialas. En la cámara oscura, Laban comentó, viendo por la televisión como
    Falco se enjabonaba:  
     
    - Saben que los observamos, pero les importa tres pepinos.  
     
    Yo dije:  
     
    - Se nos están escapando. Se convierten en unos extraños.  
     
    El quinto día en la casa submarina comenzó con reconocimiento médico, que demostró que
    ambos se encontraban en el apogeo de sus facultades psíquicas y físicas. Salieron al
    exterior para construir casas para peces con bloques de hormigón, disponiendo las
    viviendas de una manera que convertiría a las futuras estaciones continentales en ranchos
    ictiológicos. Al recibir menos visitas, los dos hombres submarinos estaban de mejor humor
    y así lo demostraron por la noche, cuando llegó su camarada Antonio López, armado de
    unas tijeras metidas en una bolsa de plástico, para cortarles el pelo.  
     
    En el sexto día entregaron más muestras de sangre a los médicos -operación tan molesta
    en el fondo del mar como en sierra- y trabajaron en los ranchos de peces. Después
    visitaron la tumba de un antiguo barco hundido en las inmediaciones y que descubrieron por
    casualidad cuando Diógenes fue instalado en aquel fondo. Falco había buscado un sitio
    apropiado para la operación "Precontinental 1" en todos los lugares próximos a
    Marsella y escogió aquella cala sin saber que en ella yacía una vieja nave. Pero tenían
    el día tan ocupado, que no disponían de tiempo para excavarlo.  
     
     Me invitaron a almorzar. Les llevé caviar
    y cuando traté de descorchar el vino, la presión hundió el tapón en la botella. Hice
    una observación sobre los curiosos sones apagados que se oían dentro del cilindro. Falco
    me dijo:  
     
    - Comandante, sílbenos una canción.  
     
    Yo traté de complacerles, pero ningún sonido salió de mis labios. Entonces mis amigos
    se pusieron a silbar un airoso dúo.  
     
    - Hace falta mucha práctica para aprender a hacerlo - dijo Wesly.  
     
    Vi un pequeño modelo naval en cuya presencia no había reparado en mis anteriores visitas
    a la casa submarina, y Falco me dijo:  
     
    - Lo hemos construido nosotros, a ratos perdidos.  
     
    Dijo entonces Wesly:  
     
    - Si alguien me telefonease para decirme que saliese a trabajar sin escafandra, creo
    que de momento me sentiría tentado a hacerlo. Cuando estoy ahí fuera, me olvido de que
    llevo botellas de aire comprimido a la espalda.  
     
    Falco agregó:  
     
    - Esto no se puede comparar a ninguna de nuestras anteriores inmersiones. Tenemos
    nuevos reflejos. El espacio se organiza de manera distinta. Las dimensiones parecen
    mayores. El tiempo también ha cambiado.  
     
    En su diario, Falco se refirió a esta comida con las siguientes palabras:  
     
    "El Pachá acaricia el proyecto de construir estaciones más profundas, diversas
    construcciones instaladas por etapas... un Himalaya al revés con los diversos campamentos
    escalonados hacia abajo; en estas estaciones permaneceríamos semanas y meses enteros
    trabajando. En las más profundas, respiraríamos mezclas de gases más ligeros que el
    aire. ¡Qué idea tan tentadora... vivir en el fondo del mar!"  
     
    "En el Gran Congloué trabajamos durante varios años a cuarenta y dos metros de
    profundidad, pero transcurrido un cuarto de hora, los disparos hechos contra el agua por
    el vigilante de superficie nos obligaban a ascender. ¡Si hubiésemos tenido una casa
    submarina para realizar aquel trabajo!"  
     
    "EI Pachá está lleno de elocuencia y de ideas... ¿Será el vino o la presión?
    Habla de colonizar la plataforma continental. Todos viviríamos bajo el agua con nuestras
    mujeres e hijos. Tendríamos escuelas y cafés. ¡Un auténtico Oeste americano! Ya veo a
    Claude convertido en el sheriff de las profundidades."  
     
    EL último día comenzó con los preparativos que hizo el Dr. Fructus para el regreso de
    los "batinautas" al mundo de los hombres. Los dos buceadores se tendieron en las
    literas paralelas, con mascarillas de caucho sobre el rostro para respirar una mezcla de
    ochenta por ciento de oxígeno y veinte por ciento de nitrógeno, que era casi exactamente
    la proporción inversa en que estos gases se encuentran en el aire normal. Al principio
    creíamos que haría falta someterlos a una extensa descompresión en la gran cámara de
    Marsella, pero Alinat sostenía con firmeza que la mezcla de oxígeno - nitrógeno en las
    proporciones antedichas bastaría para librar a Falco y Wesly del nitrógeno que éstos
    habían absorbido durante la semana precedente y que saturaba su organismo. Fructus les
    hizo respirar la mezcla gaseosa durante dos horas, más de lo que creía necesario Alinat
    para que cóctel respiratorio surtiese sus efectos.  
     
    Sobre la casa submarina reinaba un día radiante y tranquilo. En las embarcaciones de
    escolta, un centenar de personas esperaba su regreso. De la caldera salieron el Dr.
    Fructus y después los cámaras submarinos. Sólo quedaban abajo Falco y Wesly. Los vi
    ascender lentamente por las aguas tranquilas, los dos muy juntos. Se detuvieron muy cerca
    de la superficie, al alcance de la escalerilla. Ambos gesticulaban. Kientzy, que estaba
    inclinado sobre el pontón a mi lado, me dijo:  
     
    - Es el debate de Alfonso y Gastón. Cada cual insiste para que el otro sea el primero
    en salir.  
     
    Wesly rompió la superficie a las 13 horas 28 minutos y se echó hacia atrás la negra
    caperuza de su traje, descubriendo su cabello rubio. Falco emergió a continuación.  
     
    - Hou Hop! - vociferaban los calypsonianos -. Hou Hop!  
     
    Los dos hombres subacuáticos permanecían en la escalerilla, asiéndose fuertemente a
    ella.  
     
    Mostraban una sonrisa amplia y estereotipada, pero movían los ojos con expresión
    azorada, como si tuviesen miedo de caerse. El sol o un exceso de oxígeno les impedía
    entrar de nuevo en el mundo. Dominé mi impulso de tender la mano a Wesly. En unos
    segundos se les pasó el momentáneo mareo y Wesly saltó ágilmente a bordo del pontón,
    seguido por Falco. El primero me dijo:  
     
    - Estoy dispuesto a empezar de nuevo cuando usted quiera, mi comandante... esta vez
    por más tiempo y a mayor profundidad.  
     
    Falco dijo:  
     
    - Qué bueno es el sol. Qué hermosa es la tierra...  
     
    Yo le pregunté:  
     
    - ¿Qué te gustaría ahora?  
     
    Y él me contestó:  
     
    - Andar.  
     
    El Calypso levó anclas y puso proa a Marsella, mientras ellos se bañaban, se vestían y
    paseaban por el barco, saludando a todos con naturalidad. Como precaución por si sufrían
    un ligero ataque de bends por el nitrógeno que aún pudiese permanecer en sus
    articulaciones, hice que Fructus los acompañase a un hotel, donde los visitaría de vez
    en cuando durante dos días, mientras todo estaría dispuesto en la cámara de
    descompresión contigua para recibirlos, llegado el caso.  
     
    Al día siguiente, Falco y Wesly pidieron permiso para que les dejásemos ir a dar un
    paseo por las calles. Fructus accedió a ello, a condición de que no se alejasen
    demasiado. Los dos hombres submarinos vagaron por la populosa ciudad, sintiéndose tan
    extraños de aquel ambiente familiar como si fuesen los únicos seres humanos que
    compartían un tremendo secreto.  
     
    Fructus los libertó dos noches después de su salida del mar y yo fui a cenar con ellos a
    un bullicioso restaurante del Vieux Port marsellés. Falco me dijo entonces:  
     
    - No sé exactamente qué ha sucedido. A pesar de que soy el mismo, me siento
    cambiado. Bajo el mar todo es... - Hizo una pausa para asegurarse bien de lo que iba
    a decir - : Bajo el mar, todo es moral.  
    
    
     
     
    © Texto y fotos: Jacques Cousteau y su equipo
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