No se puede conocer el océano navegando por su
    superficie. Es como explorar la selva subido en un avión. Tienes que meterte en los
    recovecos del coral. Tienes que acercarte lo suficiente para distinguir los delicados
    pólipos de coral extendidos, y tienes que sentir el tacto sedoso de la piel de un mero.
    Tienes que oír el embate de las olas en las rocas, y sentir el gusto de la sal en la
    boca. 
    Bajo la superficie del agua existe una realidad
    alternativa en la que cambiamos la tiranía de la fuerza de la gravedad por la libertad de
    la falta de peso. También dejamos nuestra atmósfera gaseosa por un entorno líquido 800
    veces más denso que el aire, lo que hace que nuestros movimientos parezcan hechos a
    cámara lenta. 
    El buceo es el único deporte para el que estamos
    programados genéticamente, ya que aún quedan en nosotros restos de las antiguas
    criaturas marinas de las que descendemos. Los actos reflejos que funcionan en todos los
    mamíferos (incluidos nosotros) cuando entramos en contacto con el agua hace que
    pataleemos cuando la presión del agua a nuestro alrededor sube y la temperatura baja.
    Para ahorrar oxígeno, el corazón empieza a latir más lentamente, y la sangre se
    reconduce desde las extremidades hasta el cerebro. 
    Mientras que tu primera inmersión hace que tu
    corazón se acelere y tus sentidos queden embotados por las sensaciones, tan increíbles
    como espectaculares, con el tiempo el buceo llega a ser una experiencia trascendental,
    casi mística. 
    Tan lejanos como estamos de nuestros remotos
    antecesores acuáticos, la marca del mar está en todos nosotros.